Quien pasara por la puerta de su casa de Las Heras, en Mendoza, donde vivió sus últimos años, podía acercarse a él, hablarle, tocarlo. Y había que aprovechar la ocasión porque ya estaba debajo del ring, porque antes, cuando Nicolino Locche aún boxeaba y se plantaba sobre el cuadrilátero, era el Intocable.
El que hizo de la defensa un arte como casi ningún otro boxeador, el que hace 56 años se coronaba campeón del mundo por cansancio ante el hawaiano Paul Fuji: sí, por cansancio, porque Fuji tiró tantas piñas al aire, todas esquivadas por Locche, que parecía que estaba espantando mosquitos.
Y terminó agotado. Esa noche nació la leyenda del Intocable.
El desgaste físico, el emocional -producto de la impotencia de no poder acertar una mano- y también los varios golpes que recibió de Nicolino, que le machucaron la cara, hicieron que se quedara sentado en el banquito, en su rincón, y no saliera a pelear el décimo round.
Así, en Tokio, la tierra de sus padres, Fuji perdió su título. Y allí, lejos de la Argentina, pero bien cerca de los corazones de sus fieles fanáticos, Locche se coronó campeón mundial superligero.
Si bien era mendocino, Nicolino tenía muchos gestos de porteño, en los tiempos en los que el Luna Park acompañaba a la avenida Corrientes y a la noche porteña con ritmo de alta trasnoche. Era un boxeador al que le sobraba carisma lo cual, además, lo convertía en una garantía en cuanto a la venta de entradas.
El Intocable ganó el título superligero el 12 de diciembre de 1968 en Tokio, Japón. Y luego hizo seis defensas exitosas.
El Intocable en sus días de gloria.
Su extraordinaria técnica para defender lo pusieron en lo más alto y en la categoría de un boxeador distinto. Claro que esto le trajo algunos problemas porque los aficionados más tradicionalistas del box lo cuestionaban por su manera de encarar las peleas: “¡Cómo un boxeador no pega!”, exclamaban varios, no sin indignación.
Sin embargo, Locche se había convertido en un imán para las mujeres, quienes en su mayoría veían al boxeo como un deporte violento, pero a Nicolino como un artista que regalaba una técnica para pelear que rozaba la comicidad: más de una vez, en medio de una pelea, se daba vuelta y le sonría a alguna mujer en la platea o entablaba algún mini diálogo con un espectador.
Nicolino estaba en su mundo y disfrutaba del talento que tenía para esquivar los golpes que venían del rival. Se agachaba, se deslizaba, se reposicionaba y pocas veces le pegaban, aun poniendo la cara y tomándose las manos detrás de su cintura, en una postura desafiante y provocadora. Como diciendo: “Pégame”. Pero ni con la guardia baja podían entrarle.
Su récord describe qué clase boxeador fue: sobre un total de 136 peleas profesionales que tuvo, 117 fueron triunfos y sólo 14, pornocaut.Y apenas perdió cuatro veces, con un único nocaut en contra en toda su carrera.
Después de haber ganado el título de campeón mundial, hizo seis defensas exitosas y perdió el cinturón en 1972, el 10 de marzo, cuando cayó por puntos contra Alfonzo Frazer en Panamá. Tuvo revancha por el título al año siguiente, pero volvió a perder.
Nicolino, que había nacido el 2 de septiembre de 1939, boxeó profesionalmente hasta cumplir 37 años, cuando decidió que ya era suficiente para él arriba del ring.
Fumaba mucho y el aire comenzó a faltarle en las peleas, la fatiga empezó a superarlo y el adiós fue más una necesidad que un deseo. De hecho, ya de más grande, el tabaco lo llevó a sufrir insuficiencias respiratorias que derivaron en un paro cardíaco por el que murió cuando tenía 66 años.
En la provincia de Mendoza, donde Nicolino nació en 1939 (en la ciudad de Tunuyán) hay un monumento en su honor.
Su figura quedó inmortalizada en su natal Mendoza.
Se dio el gusto de disfrutar en vida su inclusión al Salón Internacional de la Fama del boxeo, espacio selecto del que forma parte desde 2003. Y merecido. Porque, aunque algunos lo acusaron de no boxear, Nicolino Locche fue uno de los mejores púgiles argentinos de la historia.
Y uno de los mejores de su categoría a nivel internacional. “¡Sensei!”, que significa maestro en japonés, fue el grito que le dedicó el público de Tokio hace 56 años, en la célebre noche en la que nació la leyenda del Intocable.