Johnny Tapia: Una mezcla de talento, carisma y temeridad.
Eliott McCormick.
Tapia, de HBO, comienza con una toma aérea del desierto de Nuevo México. La cámara recorre el paisaje amarillo y se posa en un hombre solitario, que camina con la cabeza gacha como rumiando un oscuro recuerdo. «Ningún gran luchador huye de la oscuridad que le acecha», afirma el narrador Liev Schrieber. «Es más natural abrazarla». El caminante solitario, sondeando el desierto como en busca de un significado existencial, es Johnny Tapia, que nació en Albuquerque, pero al que se le dio la oportunidad de vivir en el ring.
Tapia nunca huyó de su propia oscuridad, sino que la sobrevoló perpetuamente. Su vida, que terminó con sólo 45 años, transcurrió intentando no caer en el abismo.
Tapia, cinco veces campeón del mundo, podría ser uno de los mejores boxeadores televisados de la historia, distinción que comparte con Arturo Gatti, otra leyenda de los 90.
Es decir, poseía la rara mezcla de talento, carisma y temeridad que saltaba a través de la pantalla para apoderarse del corazón del espectador. Gatti, un explosivo boxeador de combinaciones que respaldaba sus tendencias suicidas con atletismo, libraba repetidamente una guerra sin cuartel en el cuadrilátero y puntuaba cada milagrosa victoria con su característica voltereta hacia atrás.
Parecía deleitarse con la hostilidad y el combate, como si su autoestima fuera proporcional a su capacidad para dar y recibir dolor.
Johnny Tapia tuvo unos primeros años de vida increíblemente trágicos, cuyos detalles son difíciles de transcribir, por no hablar de haberlos vivido en primera persona.
Cuando Johnny sólo tenía ocho años, su madre y única progenitora fue violada y asesinada a la edad de 33 años, apuñalada 22 veces con un punzón y abandonada a su suerte a un lado de la carretera. Johnny oyó sus gritos mientras se la llevaban, encadenada a una camioneta, pero sus gritos de auxilio fueron ignorados.
Tapia vs Barrera: Una guerra.
Su asesinato no se resolvería hasta casi 25 años después. Sin un padre que velara por él, Tapia vivió con sus abuelos. Según Johnny, su abuelo era un «hombre rudo, duro y machista» y su influencia caló hondo en su nieto, que no tardó en ganarse una reputación de temible luchador callejero.
Con el tiempo, Tapia trasladó estas habilidades al cuadrilátero, donde se mostró igualmente competente en el combate reglamentado.
Tras una destacada carrera amateur en la que ganó los Guantes de Oro, Tapia se hizo profesional. Empató en su primer combate, pero pronto su carrera explotó y Johnny no perdió hasta su cuadragésimo noveno combate. Pero a pesar de su temprano éxito, su vida era cualquier cosa menos ordenada, ya que escapaba de las calles sólo cuando estaba físicamente en el ring.
Johnny Tapia: Una mezcla de talento, carisma y temeridad.
Fuera de él, su influencia dominaba. Aunque era un profesional en activo, Tapia pertenecía a una banda callejera y empezó a consumir cocaína de joven. El tóxico era quizá lo único capaz de ordenar sus pensamientos. Invicto y con sólo 23 años, la droga fue su perdición cuando dio positivo en junio de 1990 y volvió a hacerlo varias veces más en los meses siguientes.
Tapia no pudo boxear durante tres años y describe su suspensión como uno de los momentos más bajos de su vida. Para ganar dinero, a veces participaba en peleas clandestinas en un bar local, donde al parecer la única arma prohibida era una pistola.
En el boxeo, la agresividad de Tapia fue recompensada; en la calle le llevó al borde de la muerte. Afortunadamente, se le permitió reanudar su carrera en 1994. Tapia se había casado recientemente con Teresa Chávez, que ejercería una influencia tranquilizadora y de apoyo en su vida, y las victorias no tardaron en llegar para el recién casado.
Peleó siete veces en 1994 y en octubre arrebató el título supermosca de la OMB a Henry Martínez en su ciudad natal de Albuquerque. Este es el momento más triunfal del documental, y fue probablemente la cúspide de la carrera de Johnny Tapia.
La cámara pasa de las imágenes de su eufórica celebración a las de un Tapia descamisado y panzón, sentado en una habitación destartalada donde ve la repetición como un hombre canoso de 45 años. «Albuquerque», dice, «sigo siendo tu campeón».
Aunque la pelea por el título con Martínez puede ser su mejor momento, hubo otras victorias notables. Una en particular fue su combate de 1997 con su compatriota de Albuquerque Danny Romero.
Ambos se habían rodeado durante años y, cuando por fin se enfrentaron en el Thomas and Mack Center de Las Vegas, fue necesaria una extraordinaria presencia policial por temor a que estallara la violencia entre los miembros de la banda.
En una actuación en la que hizo gala de toda su habilidad, espectacularidad y descaro, Tapia superó a Romero y se impuso por decisión unánime.
Johnny Tapia: Una mezcla de talento, carisma y temeridad.
Aunque triunfó entre las cuerdas, Tapia no se había desprendido de su adicción a las drogas. Seguía drogándose y ahora entrenaba a las órdenes de Freddie Roach (cuyo discurso es manifiestamente más claro en las imágenes documentales que en la actualidad).
Durante este tiempo, la esposa de Tapia, Teresa, hizo que las autoridades reabrieran el caso del asesinato de su madre. Utilizando pruebas de ADN, los investigadores resolvieron el crimen, adjudicándoselo al último hombre que había sido visto con ella. Sin embargo, no habría justicia retributiva, ya que el asesino había sido atropellado por un coche ocho años antes.
La negación de cualquier posibilidad de venganza escuece a Johnny. En la película dice: «Le habría apuñalado como a nadie. Nadie le pone las manos encima a mi madre. Es el amor de mi vida. Es mi reina».
Este es quizás el momento más conmovedor del documental. Todo el dolor y el tormento psicológico de Tapia tiene su origen en esta confesión.
El daño que le causó el asesinato de su madre y el grado en que influyó en su visión del mundo es extraordinariamente triste y, para aquellos de nosotros que no hemos sufrido el mismo trauma, igualmente imposible de entender.
Nuestros intentos de imaginar su dolor emocional y psicológico aún nos dejan en el límite distante de la realidad de Johnny Tapia.
Tapia continuó peleando, incluso después de que se le diagnosticara que sufría tanto de depresión maníaca como de trastorno de estrés postraumático, pero el boxeo había dejado de ser un refugio fiable. Dos polémicas derrotas ante Paulie Ayala introdujeron una nueva dimensión en su experiencia como profesional, la de perder, y eso no sentó bien a Tapia, que se sintió robado en ambos combates.
Pero siguió con su carrera y le pagaron dos millones de dólares para enfrentar al legendario campeón Marco Antonio Barrera en 2002. Johnny volvió a perder y ésta sería la última vez que estuvo cerca del cenit del boxeo.
Tras la pelea con Barrera, los problemas de Tapia con las drogas se agudizaron. Experimentó recaídas frecuentes en los años siguientes y varias sobredosis. Se dice que fue declarado clínicamente muerto cinco veces en su vida, una vida incesante, obstinada e incurablemente difícil.
Tapia estuvo en la cárcel, luchó contra la depresión e intentó suicidarse. Nunca volvió a luchar por un título mundial.
En 2007, Johnny volvió a sufrir una sobredosis y fue trasladado al hospital, donde permaneció en coma. Cuando iba a visitarle, su cuñado y su sobrino murieron en un accidente de tráfico.
Así, la muerte reclamó su lugar de protagonismo para Tapia, que se consideró responsable de lo sucedido. «Sentí que los había matado porque estaba en coma», dice. «Si pudiera retirar todo eso, lo haría».
Tapia, que ya no era un boxeador de élite, volvió al cuadrilátero varias veces más antes de su último combate en junio de 2011, cuando, con sobrepeso y el rostro curtido de alguien diez años mayor, ganó por nocaut en Albuquerque. Aunque el boxeo ya no le proporcionaría más emociones, se produjo un hecho sorprendente en su vida.
A través de una prueba de ADN, Tapia se enteró de la verdadera identidad de su padre, un hombre que aún vivía y al que Johnny conocía desde hacía tiempo.
Hay un momento conmovedor hacia el final de la película en el que padre e hijo se sientan juntos. Ambos lucen docenas de tatuajes, habiendo utilizado su piel como pergamino en el que inscribir sus propios dramas.
Tapia no se detiene mucho en su relación, ni detalla hasta qué punto se desarrolló antes de la muerte de Johnny, pero debió de ser asombroso, y quizá asombrosamente triste, para Johnny darse cuenta, después de cuatro décadas, de que no estaba solo en el mundo, y de que el hombre responsable de su creación había estado cerca de él todo el tiempo.
Johnny Tapia: Una mezcla de talento, carisma y temeridad.
Tapia: Solitario y carismático.
Como tantos deportistas una vez terminada su carrera, Tapia volvió a la única vocación real que había conocido y abrió un gimnasio de boxeo en Alburquerque. Al final de la película se encuentra en una emisora de radio local, acompañando a uno de sus jóvenes púgiles en la promoción de un combate.
La emisora de radio emite un anuncio con la canción «Young Wild and Free» de Snoop y Wiz Khalifa y, al escuchar la música, el ex campeón se balancea alegremente de un lado a otro. Cuando estaba en su mejor momento, Johnny Tapia recibía al mundo con la mejor de sus sonrisas.
Si un ser humano es un recipiente de emociones, Tapia era un polvorín, perpetuamente al borde de la implosión. Su transparencia emocional le popularizó, pero su falta de control le condenó. Un documental perspicaz y revelador, Tapia muestra tanto su oscuridad como su mejor naturaleza al tiempo que presenta una vida demasiado compleja para juzgarla.
Con trágica ironía, fue su corazón -que nunca le había fallado dentro del ring- el que le falló. Johnny Tapia murió, por última vez, de un fallo cardíaco a los 45 años, una edad demasiado temprana para una salida definitiva.
Pero sin el boxeo, la vida de un joven impulsivo, problemático e iracundo en las calles de Nuevo México podría haber terminado mucho antes. «El boxeo», dice a la cámara, «me salvó la vida».
Johnny Tapia: Una mezcla de talento, carisma y temeridad.